olía a muerte.
A una hermana que
sin avisar se iba.
A unos tubos que no
dejaban que se fuese.
La esperanza se
mojaba hasta encogerse
y un estricto
horario
sólo nos dejaba
jalearla
diez minutos.
El resto lo
empleamos
para ensayar un
llanto
que tras veinte días
de esa ausencia
acabó él por
ensayarnos a nosotros.
Las noches, oscuras
de por si,
eran eternas.
Los días, aunque
hubiese sol,
eran oscuros.
El primer poema que
escribí
olía a muerte.
Pero mi hermana aún
tiene la suerte
de leerlo.
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