Sí.
Ya.
Lo
tengo decidido.
Voy a
subirme al edificio más alto de la ciudad.
Sentado
en la azotea
y con
cuaderno en mano
esperaré
que llueva,
porque
es normal por estas fechas.
Cuando
las gotas vayan abandonando las nubes
y antes
que caigan al suelo,
interrumpiré
su trayecto
y en
cada una de ellas
ataré
una palabra.
La
gente andante irá mojándose
de agua
y de palabras.
Algunos
construirán con ellas promesas o puentes.
Otros,
venganzas innecesarias.
La
joven se conformará, tal vez,
con
sólo una,
“beso”
o “amor”, por ejemplo,
y al
anciano le vendrá justo
para
sujetar la palabra “vida”.
Cuando
las haya repartido todas
y mi
cuaderno renazca de nuevo inmaculado,
bajaré
a los suelos
y me
mezclaré con los humanos empapados.
Algunos
mojados por palabras,
otros
por esa lluvia común por estas fechas,
y los
que no tuvieron suerte de unirse a la multitud,
yacerán,
mojados igual,
pero de llanto.
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