El banco de la plaza
por las noches duerme
solo.
El rocío, a veces, osa
visitarlo,
o alguna de esas
tormentas
que hacen que el verano
sea
un poco llevadero.
También suele
algún insecto
taciturno
cosquillearle a la vez
su alma y su esqueleto
penetrando sin
compasión
en su memoria sin
pasado.
Algún humano
“cabizalto”
que busca su estrella
fugaz
(aunque el firmamento
en esta ocasión
vista nublado)
suele alguna noche
alterar su descanso.
El banco de la plaza
una vez fue árbol
por eso acepta, sin
reparos,
las pocas hojas
que su triunfador
vecino
le regala,
sobre todo
cuando el viento
peina la fuente de
metal
algo oxidada.
Yo suelo visitarlo por
las tardes
cuando la humanidad
aún no duerme
pero sueña.
Sólo allí consigo
comunicarme con la
tierra.
Y dejar que pase el
tiempo.
Ver como aquella pareja
pasan agarrados de sus
manos.
Y esperar
que algún verso
atrevido cruce
para capturarlo y
hacerlo
prisionero en mi
cuaderno.
Mientras voy
escribiendo mis historias
parece que nada más
haya en el mundo
que el banco, el árbol,
mi cuaderno y yo,
con mis ganas de
contarte
que en este minúsculo
paisaje de ciudad
que se hace gris sobre
la acera,
soy el único que,
gracias a Dios
no esta hecho de
madera.
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